El parque de Fabulinka 212

EL PARQUE DE FABULINKA 212
Por: Edgard Bendezú
Niñuchas: He aquí un fragmento de un cuento, de uno de los escritores ayacuchanos que obtuvo más premios literarios en el Perú. Él es Sócrates Zuzunaga Huaita. En mi opinión, es el Arguedas de nuestros tiempos.
FLORECITAS DE ÑAWIN PUKIO
Sí, por querer congraciarme nomás contigo, haciéndome como que quiero y no quiero, a lo disimulado, me acercaba a ti, Jacintacha. Y, cuando ya estaba cerca de ti, cualquier cosita te decía. Pero tú no me hacías caso. ¿Por qué? ¿Pretenciosa serías? O ya te habías fijado en otro chiti, en otro muchacho. Qué sería, pues. Lo que yo quería era nomás estar en tu lado. En tu ladito. Mirándote de cerquita. Sintiendo el calorcito dulce de tu respirar. Aspirando tu olor a manzana; tu olor a romero del río. O tocándote, como por pura casualidad, tus manitos suaves. O tus trenzas colgantes, negras como la noche. Pero tú te alejabas de mi lado, como si yo me hubiese tirado un pedo apestoso. O como si me hubiese orinado un zorrino maloliente. ¿Acaso yo no te gustaba? ¿Por qué no querías jugar conmigo? Siempre te escapabas de mi lado, diciéndome:
—¡Yo no juego con “tiktimakis”!
Pero ¿acaso era de mi gusto el tener verrugas o tiktis en las manos? Esas verrugas o tiktis me habían salido no sé por qué. Pero eso casi no me importaba. Yo no me molestaba por eso. Más antes, sí. Cuando recién te estaba rondando. Cuando recién mi corazón estaba sintiendo una dulce candelita por ti. Ahí sí, me amargaba harto. Ahí sí, me daba vergüenza el tener verrugas o tiktis en las manos. La primera vez, hasta te correteé como a una asustadiza vizcachita del cerro. Como a una arisca venadita del monte. Aquella vez, yo solo quise alcanzarte tu pelotita que llegó rebotando hacia mí. Y fue cuando, en eso, tú vienes y me dices, toda molestosa:
—¡Suelta mi pelotita porque tus tiktis le puedes contagiar!
Caray, al escuchar esas tus feas palabras molestosas, ahí sí, mis ojos se oscurecieron de purita rabia. Harta cólera me entró en el pecho y quise jalonearte de las trenzas. Quise apachurrarte entre mis brazos, con fueeeeeerza, hasta que gritaras como una chancha loca. Entonces, tú, al ver mi rabia en mis ojos, en mis gestos, te asustaste y empezaste a correr. Corriste como una ovejita asustada. Y yo también corrí por tu detrás, como un puma que quiere atrapar a esa ovejita asustada. Muy rapidita, harto agilita y veloz, como una comadreja espantada por un gato montés, subiste por la ladera que va hacia tu casa. Corriste casi en cuatro patas, casi arañando u hociqueando la tierra.
—¡Tiktimaki, tiktimaki…! —diciendo, corrías.
—¡Ahora vas a ver… ahora vas a ver…! —diciendo yo, con mi corazón coleroso, corría por tu detrás, alargando los pasos.
Púchika, si te hubiera alcanzado, ahí nomás… Ahí nomás… ¡No sé qué te hubiera hecho, Jacintacha! Pero tú habías tenido una buena velocidad y yo me quedé con las ganas. Con los brazos estirados y jadeando como un borrico después de haber subido por una cuesta empinada, me quedé. Acto seguido, te paraste en la puerta de tu casa y me sacaste la lengua. Me hiciste ¡buuuuaaaaaf! con esa lengua. Y te reíste con muchas ganas. Frente a ese tu gesto de burla infinita, mis ojos, vuelta, se oscurecieron de purita cólera. Una candela ardiente se encendió en mi pecho, una rabia nunca sentida apagó la razón en mi cabeza, y corrí con hartas ganas de apachurrarte entre mis manos. En ese momento quise hacerte ñuto como a un pedazo de barro seco, como a un trozo de pan seco. O como a una galleta de soda. Qué caray, en ese rato tú puñeteaste la puerta de tu casa con harta desesperación, como si el mismo demonio te estuviese a punto de coger entre sus garras filudas. Pero nadie salió a abrirte la puerta. Y yo que seguía corriend
o hacia tu desesperada persona. Y ya estaba a punto de llegar hacia ti. Y tú, más desesperada, como una loca, seguías golpeando la puerta de tu casa.
—¡Mamáááááá… mamáááááá…! —gritabas, atorándote en tu saliva.
Hasta que, por fin, la puerta se abrió y tú, ¡ziujit!, te metiste adentro. Entonces, tu mamá salió y me gritó:
—¡Qué te pasa, chiti malcriado! ¿Te has vuelto loco? ¡Qué quieres con mi hija, sinvergüenza!
Y yo, caray, patitas para qué las quiero, a todo correr, bajé por la ladera de tu casa, cogiendo mi sombrero con una mano y mi escurridizo pantalón con la otra. Las piedras y los matorrales del camino ya no eran nada para mí. Saltaba y brincaba sobre ellos, como un chivatito asustado o como un venadito retozón. Qué caray, en esa carrera, casicito tropiezo con una piedra o con un matorral y planto el hocico en el suelo. Me salvé de hacer eso, por un pelito. Tu mamá me seguía gritando desde la puerta de tu casa:
—¡Ya te conozco, chiti malcriado! ¡Ya sé hijo de quién eres! ¡Ahora voy a ir donde tus taitas a quejarme de tu insolencia! ¡Voy a decirle que quieres hacerle daño a mi hija! ¡So igualado, cholito ordinario! ¡Ahora hasta ya sé tu nombre! ¡Te llamas Alukucha, pues!
Y así, después de un buen rato de estar gritándome, tu mamá se metió en tu casa. Y yo, ya estando un poco lejos de tu casa, me senté en el borde de la acequia que pasa por ahí y, casi sin darme cuenta, ya estaba llorando. Lloraba como un niño que ha perdido algo muy preciado. Como un chiti que ha perdido su juguetito más lindo. Lloraba harto, inconteniblemente, raspando mis manos con una piedra filuda. O sea, estaba raspando las verrugas o los tiktis de mis manos. Pensaba que esas verrugas o esos tiktis no te gustaban a ti, por eso me los estaba raspando, queriendo hacerlos desaparecer. Entonces, después de un buen rato, volviste a aparecer tú, en la puerta de tu casa. Apareciste muy sonriente, como que burlándote de mí, con las manos en la cintura. Y, nuevamente, me sacaste la lengua. Me hiciste ¡buuuuaaaaf! varias veces. Y yo, con más rabia, raspaba y raspaba las verrugas de mis manos. Cerrando los ojos me las raspaba y casi no sentía dolor. Y en eso, que yo estaba, volví a abrir los ojos para verte y vi que tu cara, tu carita de ángel, chaposita como el airampo, cambió de expresión. O sea, me di cuenta de que estabas muy asustada, con los ojos agrandados y la boca abierta, como que mirando una cosa bien fea y horrible. Y cuando me miré las manos, vi que tenía harta sangre en ellas. Pero no sé por qué yo no sentía nadita de dolor. Me había despellejado algunas verrugas y estaban sangrando, pero no me dolían nadita. Entonces, vi que tus ojitos de paloma torcaza, muy dulces se pusieron. Se pusieron un poco tristes, como que tú estabas compadeciéndote de mí. Y yo, como para disimular, ¿acaso?, te dije, volteando mi gesto hacia otra parte. Después me metí las manos en los bolsillos y me puse a silbar un huainito. Me puse a silbar cualquier musiquita, mirándome los pies descalzos y cuarteados, los que los tenía como las patas de un cóndor. Desde esa distancia, me di cuenta de que tú me estabas mirando con muchísima pena, triiiiiiiiste, como queriéndome consolar con la mirada. Como queriéndome acariciar las manos heridas. Yo seguí silbando un huainito, deseando que en mis pies estuvieran los tiktis o verrugas. Y no en mis manos. Porque en mis pies nadie los notaría. O, en todo caso, con un poco de barro los taparía. O trabajaría harto para ahorrar dinero y poder comprarme unos zapatos ordinarios.
NUESTRO AMOR POR LA TIERRA HAY QUE FORTALECER,
POR ESO… ¡A NUESTROS ESCRITORES, HAY QUE LEER!
Mis libros se pueden adquirir en Librería Visión Cultural - Jr. Asamblea 256.
*Pedidos de mis libros a Ediciones Fabulinka.
Modificado por última vez en Martes, 31/01/2023