Ascencio Canchari | Figuras y aspectos de la vida mundial
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El 29 de septiembre de 1923, hace justo un siglo, la Sociedad de Naciones (ONU) asignó formalmente a Gran Bretaña el rol de Potencia Mandataria en Palestina. Su misión: guiar al pueblo palestino desde el colonialismo hasta la independencia. En lugar de ello, en uno de los actos más flagrantes de mala fe, hipocresía y cinismo de la historia moderna, la principal potencia colonial del mundo entregó Palestina a los colonos europeos, desposeyendo a los nativos palestinos y sembrando las semillas de cien años de conflictos sangrientos y dolor.
El deber fiduciario de Gran Bretaña había quedado establecido en el Pacto de la Sociedad de Naciones de 1919. El artículo 22 del Pacto establecía: “Ciertas comunidades anteriormente pertenecientes al Imperio Turco han alcanzado una etapa de desarrollo en la que su existencia como naciones independientes puede ser reconocida provisionalmente, sujeta a la prestación de asesoramiento y asistencia administrativa por parte de un Mandatario, hasta el momento en que sean capaces de valerse por sí mismas. Los deseos de estas comunidades deben ser una consideración principal en la selección del Mandatario”.
Y añadía que: “A las colonias y territorios que, como consecuencia de la última guerra, han dejado de estar bajo la soberanía de los Estados que antes los gobernaban y que están habitados por pueblos que aún no pueden valerse por sí mismos en las duras condiciones del mundo moderno, se les debe aplicar el principio de que el bienestar y el desarrollo de esos pueblos constituyen un deber sagrado de la civilización”.
¿Quiénes eran estos “pueblos” cuyo “bienestar y desarrollo” Gran Bretaña tenía instrucciones de custodiar como “deber sagrado”? Según un censo británico de 1917, el 92% de ellos eran “árabes” (musulmanes, cristianos y otras minorías no judías) y el 8% judíos (la mitad de ellos judíos árabes indígenas).
Plenamente consciente de estas cifras, Gran Bretaña abandonó su deber fiduciario de descolonizar Palestina y liberar a su pueblo. Su justificación es bien conocida: la Declaración Balfour. En noviembre de 1917, en una sola frase de 77 palabras, Gran Bretaña ya había declarado su intención de convertir Palestina en un “hogar nacional” para el 10% de su pueblo y el resto de los judíos del mundo, mientras se refería al 90% de la población de Palestina como lo que no eran:
“El Gobierno de Su Majestad ve con buenos ojos el establecimiento en Palestina de un hogar nacional para el pueblo judío, y hará todo lo posible para facilitar el logro de este propósito, quedando claramente entendido que no se hará nada que pueda perjudicar los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías existentes en Palestina, o los derechos y el estatus político de que gozan los judíos en cualquier otro país”.
Gran Bretaña había decidido mucho antes de la Primera Guerra Mundial que necesitaba controlar Palestina. Mucho antes de que Jaim Weizmann y los sionistas aparecieran y vendieran su proyecto al gabinete de guerra británico. Según declaró el académico palestino Rashid Khalidi a Mondoweiss. “Palestina es la terminal terrestre de la ruta más corta entre el Golfo y el Mediterráneo y, por tanto, la ruta hacia la India. Así que para el Imperio Británico era absolutamente vital controlar estratégicamente Palestina”. Por supuesto, el conde de Balfour y sus colegas también eran antisemitas. La Ley de Extranjería británica de 1905 –redactada por el propio Balfour– había sido diseñada para rechazar a los judíos europeos. ¿Qué mejor lugar para enviarlos que Palestina, donde podrían ser útiles?
Mondoweiss conversó sobre esto con el historiador israelí Avi Shlaim. El primer ministro británico Lloyd George “tenía la percepción de que los judíos eran particularmente ricos en todo el mundo, tenían un poder encubierto y controlaban las finanzas internacionales”, afirma Shlaim. “Al alinear a Gran Bretaña, al Imperio Británico, con los sionistas en Oriente Próximo, Lloyd George estaba actuando sobre una percepción errónea; la percepción errónea del poder judío”.
Así que Balfour, George, Churchill y otros dirigentes británicos no necesitaron ser convencidos cuando Jaim Weizmann llamó a su puerta. Aun así, entre la firma del compromiso y la redacción del Mandato Británico de Palestina (en Londres, París y San Remo), Weizmann movió cielo y tierra para conseguir que Balfour se incorporara al Mandato, confiriendo así estatus legal al proyecto sionista. Y lo consiguió. Según los términos del mandato, vigente desde el 29 de septiembre de 1923, Gran Bretaña aseguraría la inmigración judía, la adquisición de nacionalidad para los judíos europeos, un fomento “intensivo” de lo judío e instituciones “autónomas” sionistas. A los nativos de Palestina les arrojaron unos cuantos huesos: derechos civiles y religiosos, no políticos, y un sistema judicial para asegurar a los extranjeros y una garantía completa de sus derechos.
¿Cuál era el verdadero objetivo de Gran Bretaña: la creación de un “hogar nacional” judío o un verdadero Estado judío? ¿Y cómo se veían a sí mismos los sionistas: como colonos o como verdaderos nativos de Palestina? “El hogar nacional era un concepto nuevo”, dijo Avi Shlaim a Mondoweiss. “Así que nadie sabía muy bien lo que significaba”. “Pero los líderes sionistas tenían una idea muy clara de lo que querían decir; querían decir un Estado. No pedían un Estado judío porque eso habría sido pedir demasiado y habría enemistado inmediatamente a todos los árabes. Así que moderaron la reivindicación y solicitaron un hogar nacional. Y los británicos aceptaron”. Continuará…